Dudas

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Todo el mundo sabe que las cosas no suelen salir nunca como esperábamos que salieran, y por eso es tan difícil visualizarse a uno mismo en un futuro relativamente lejano, a saber, a veinte o treinta años del día de hoy —no sé si a ustedes les pasa, una trata de ser optimista e imaginarse a sí misma al menos viva, lo que ni la medicina más moderna puede garantizar, aunque por otro lado es difícil imaginarse a una misma muerta—, pero a lo que iba, la cosa es que es difícil visualizarse, es difícil rodear la imagen de un contexto que tenga sentido, pues ya sabe una de antemano que nada de lo imaginado se parecerá en manera alguna a la situación en la que nos veremos sumidos en dicho lejano futuro. Los cambios en la vida, las elecciones personales, las desgracias, los accidentes, en fin, todo ello es parte del trato, qué les voy a explicar, se cruzan irremediablemente en nuestro camino y desvían nuestro tren, nos sitúan en lugares que no conocíamos, nos privan de bienes que creíamos perennes, nos separan de una rutina que hasta hace poco sentíamos recurrir en un continuo y aburrido bucle. Pero también es difícil imaginarse cómo habrían sido las cosas si hubiésemos tomado otro camino; digamos que es simplemente difícil visualizar una realidad alternativa, pues en el fondo sólo es real aquello que experimentamos, que percibimos, y todo lo demás son proyecciones incompletas, fabricadas, que no llevan a ningún lado puesto que ni tan siquiera podemos fotografiarlas o descifrarlas, son amorfas e incoloras, son blandas y contradictorias.

Yo no estuve sola aquel fin de semana de mayo del noventa y siete. Ya es todo remoto, y esa lejanía le aporta un cierto aire de insignificancia, pero es cierto que yo no estuve sola, y es cierto también que la culpa me corroyó aquel domingo por la mañana, en su día; había cumplido treinta y nueve recientemente, y mi esposo Eduardo y yo no teníamos hijos. Vivíamos en un apartamento pequeño en Chamberí. Los dos trabajábamos, él en Repsol, yo en el Ministerio de Sanidad y Consumo, así se llamaba entonces, y parece ser que Eduardo se encontraba en París, o en Londres, o en Bruselas, qué se yo, en una conferencia, o en una reunión con accionistas internacionales, o en un seminario, no importa, el caso es que no estaba en Madrid, y no volvería hasta el lunes ya bien entrada la mañana, e iría a su oficina directamente, y de hecho así fue como sucedió, y en el piso en Chamberí me pasé yo el fin de semana, pero no estuve sola, como dije, sino que lo pasé con Javier, un compañero de trabajo de mi edad, alto, muy delgado, de pómulos salientes, siempre bien afeitado, piel morena, nariz aguda, madrileño, como yo, aficionado a la poesía y al cine, fumaba ducados. Lo habían trasladado al ministerio desde la Secretaría de Estado, y allí lo había conocido yo unos meses atrás. Nos habíamos tomado algo un par de veces en la cafetería del Ministerio, y me había parecido desde el primer momento un hombre divertido e interesante. Y el viernes que inició el mencionado fin de semana, se presentó en mi casa a las ocho y media —lo había invitado a cenar, y él había aceptado— vistiendo unos vaqueros desgastados, una camisa ancha y unos mocasines de cuero marrón.

Tuve dudas. No es que —en ese momento— yo no quisiera a mi marido. Tras doce años casados y cinco de noviazgo, qué les voy a contar, las cosas, obviamente, ya no eran como al principio, hacía ya mucho tiempo que se había perdido aquella “chispa”, que le dicen, aquella sensación de inicio, aquel sentimiento de expectativa, y sin embargo nos respetábamos, éramos una de esas parejas modernas que si tenía algún problema lo resolvía hablando, tranquilamente, sin levantar la voz, reconociendo los sentimientos del otro, buscando una solución positiva, terminando las conversaciones con una pequeña nota cómica, en fin, no estábamos en crisis, y al menos yo no me planteaba la posibilidad de dejar a Eduardo, o de acostarme con otro hombre. Pero lo hice. Y la verdad es que no lo disfruté demasiado. Tal vez si hubiera sucedido en otro lugar, en otro escenario, no sé, tal vez en tal caso yo habría estado más tranquila, más desinhibida, más detaché, pero la realidad es que me sentí incómoda —quizás es una palabra muy fuerte, debería mejor decir extraña— desde el primer momento en que me vi desnuda frente a Javier, y él lo notó, vaya que si lo notó, y me dijo relájate, Alicia, si tú no estás cómoda podemos dejarlo para otro día, y yo le dije estoy bien, es sólo la falta de costumbre, y respondió ¿estás segura?, y le dije sí, y lo besé, y le acaricié la cara, y así comenzó mi fin de semana con él.

Hablamos mucho; de poesía, de películas de Billy Wilder, de trabajo —un poco—, de la ciudad, de la gente, del Gobierno de Aznar, del Cometa Hale–Bopp, de nuestros años en la universidad, de nuestras respectivas familias y de la dificultad que supone dejar de fumar. E hicimos el amor varias veces, pero en ningún momento me abandonó la tensión en el trapecio izquierdo, ni dejé de sentir frío, a pesar de que la primavera del noventa y siete había cumplido ya más de seis semanas. Y cuando se marchó, el domingo, me sentí sucia (literalmente), y pasé más de veinte minutos bajo el agua caliente de la ducha, sin enjabonarme, y después me puse un albornoz blanco y me tumbé en el sofá a mirar la televisión, y allí estaba el Gran Wyoming, hablando del último pleno del Congreso, y Caiga Quien Caiga estuvo allí, conectamos con Sergio Pazos…

Y el lunes por la noche volvió a casa Eduardo. Y nada había cambiado, ¿qué razones había para que algo cambiara? Yo tenía cierto sentimiento no de culpa, sino de temor, infundado de cualquier manera, pues no había forma en que Eduardo hubiera de enterarse de nada de lo que en nuestro piso había sucedido, de que su mujer se había acostado con otro hombre en su propia cama, y no una vez sino varias, y había estado viendo su televisión, se había lavado la cara en su lavabo, y probablemente había incluso utilizado su desodorante. ¿Qué había de mejorar que él supiera nada? No creo conveniente enumerar todas las razones por las que por supuesto no tuve nunca la más mínima intención de hacer pública mi infidelidad. Y a pesar de que nada había cambiado, y nada cambiaría, mi affaire con Javier dejó en mí por un tiempo una huella, suave, tenue, como un velo ligero, que sin embargo no tardaría al fin demasiado tiempo en desvanecerse.

Y pasaron las semanas. Y continué viendo a Javier en el Ministerio, si bien nunca más lo invité a cenar, si bien nunca hablamos de las dos noches que pasamos juntos. Y seguí viviendo con mi esposo, cenando con él cada noche, leyendo en la cama con él, abrazándolo dormida.

Y el veintiuno de septiembre del noventa y siete —era domingo— se plantó en nuestra casa la policía. Mi marido abrió la puerta. Le preguntaron ¿es usted Eduardo Echevarría Álvarez?, y mi marido dijo soy yo, ¿qué pasa?, con esas palabras, no dijo qué desean, dijo qué pasa, y dijeron está usted detenido, y lo arrestaron, arrestaron a mi marido. Y yo grité ¿qué está pasando? Tiene que ser una equivocación, mi marido no es un criminal, ¿qué clase de justicia tenemos en este país? Eduardo, cariño, ¿qué ha pasado? Agente, ¿por qué lo detienen? ¡Él no ha hecho nada, está trabajando todo el tiempo, y cuando no está en la oficina está en casa conmigo! ¿Se puede saber de qué se trata todo esto? Y Eduardo también les hablaba, más calmado, les decía agentes, no sé qué está pasando, pero no he cometido un solo delito en mi vida, y los agentes se mantuvieron también calmados, y se abstuvieron de explicar la naturaleza del presunto crimen en mi presencia, y le decían caballero, contamos con una orden del juez, necesitamos que nos acompañe a comisaría, allí se le explicará todo, y Eduardo dijo está bien, está bien, cariño, no pasa nada, acompañaré a los agentes y me imagino que se aclarará el malentendido, no te preocupes, se trata de un error, y se le veía nervioso, imagino que cualquiera lo estaría en esa situación, y les dijo agentes, después de ustedes, y salió al descansillo, y llamaron al ascensor, y allí se metieron los tres, y yo le dije llámame en cuanto esto se aclare, estaré junto al teléfono, cómo es posible, la policía está para protegernos, e insistió en que no me inquietara, se trata de un error, te llamo en cuanto sepa qué está pasando, cariño, no te preocupes.

El teléfono sonó a eso de las once y media, y yo respondí antes de que terminara de sonar el primer timbrazo. ¿Diga? Cariño, no sé de dónde viene todo esto, pero una persona está intentando hacerme daño y ha presentado una demanda, por acoso sexual —eso dijo—, pero no va a pasar nada, vamos a aclarar todo y en unas horas nos olvidaremos del asunto.

La denuncia, supe más tarde, no era por acoso sexual, sino por violación. Por agresión sexual, le llaman, pero lo mismo es. Mi marido, un hombre de cuarenta y tres años, con su despacho privado con su nombre grabado en la plaquita de la puerta, con su hipoteca, su coche, su paella de los domingos, sus partidas de squash con los amigotes de la oficina los jueves, un violador. Y como presunto violador que era, en el calabozo lo metieron, y allí pasó la noche. Me llamaron de la comisaría y así me lo comunicaron.

Y yo no pude dormir. Y al día siguiente no fui a trabajar, y me dediqué a llamar a los juzgados, y a preguntar por Eduardo Echevarría, y a ponerme como un basilisco con cuanto funcionario me atendió desde el otro lado del teléfono. Y, bueno, conseguí que alguien me explicara que mi marido estaba detenido, y eso yo ya lo sabía. Y lo dejaron en libertad con cargos esa misma tarde. Y yo fui a buscarlo, y le dije ¿qué te han hecho? ¿Estás bien? Y él me dijo estoy bien, vamos a casa, cariño. Y me explicó todo: una tal María Gómez Barrios —nunca olvidaré ese nombre— lo acusaba de haberla violado en el portal de su casa (de la casa de ella), el pasado domingo veintiuno —la noche del sábado al domingo, para entendernos— a las cinco de la madrugada. Y me explicó lo que —según su versión— había sucedido esa noche: era el cumpleaños de su amigo Pablo Turina, y habían estado en Moby Dick, bebiendo, hasta las tantas de la mañana. Y —según su versión— a las cinco y media se metió en un taxi y se vino a casa. Y yo le pregunté quién es esa mujer, y se lo pregunté sin celos, se lo pregunté para defenderlo, quién es esa mujer que te ha llevado al calabozo, de qué la conoces, por qué te ha hecho esto. Y él me dijo no lo sé. Y claro que mentía, claro que sabía quién era esta mujer, nadie acusa a otra persona porque sí, al azar, no digo que las razones sean lícitas, o éticas, pero nadie ataca a otra persona por el mero hecho de pasar el rato, claro que sabía quién era esta tal María, pero lo acababa de recoger del calabozo, habría pasado la noche compartiendo celda con drogadictos y carteristas —no es tan sucio ni tan terrible como lo pintan, pero igualmente no se lo recomiendo a nadie, me dijo, imagino que para no preocuparme—, qué le iba a decir, no procedía interrogarlo, ya bastante explicaciones habría tenido que dar a la policía.

No diré que le quitara importancia al asunto, pero por supuesto intenté ponerme de su lado. Qué sé yo, habría conocido a esta chica en Moby Dick, algo habría pasado, imagino, pero no tengo pruebas para pensar que la acompañara a casa siquiera, de hecho el juez no las tuvo tampoco, y el mismo martes decretó su libertad sin cargo alguno —hasta entonces esa libertad era “provisional”— y archivó la causa, alegando que “la perpetración del delito no estaba debidamente justificada”. Y fue Pablo Turina quien le recomendó que se querallara por falsa denuncia, que la ganaría, que le daría una lección a esa “fulana” —ése fue el término escogido por Turina— y además le sacaría bastante dinero, y le pasó el número de un abogado penalista, y Eduardo lo contactó, y habló con él, y barajó las diferentes opciones, y decidió no querellarse, y no le critico, imagino que no querría alargar más el asunto ni tener que dar más explicaciones a nadie.

Y lo dejamos ir. Y dos años más tarde, esta vez un martes, llegó la policía otra vez a nuestro piso en Chamberí. Y estaba yo sola. Me dijeron buenas noches, policía nacional —me mostraron la placa—, nos gustaría hablar con Eduardo Echevarría, y les dije no está en casa, y me dijeron ¿sabe a qué hora lo podríamos localizar?, y les respondí llegará en treinta minutos, más o menos, y no les ofrecí que se sentaran a esperarlo, y ellos como que lo buscaban, pero notaron mi actitud hostil y se disculparon por las molestias, y el más alto sacó su cartera de la chaqueta, y sacó a su vez una tarjeta de ésta, y me la dio. Me dijo: ¿podría llamarnos a este número cuando Eduardo Echevarría regrese?, y yo les dije es posible que ya sea un poco tarde, y ellos respondieron no se preocupe por eso, puede llamar a este teléfono —señaló el número impreso en la tarjeta, que yo sostenía—, es un móvil, y yo les dije de acuerdo, les telefonearé en cuanto mi marido llegue a casa, y me dieron las gracias y las buenas noches, y se fueron.

Estaban investigando a Eduardo, imagino. Pero a diferencia de mil novecientos noventa y siete, esta vez no arrestaron a nadie, esta vez Eduardo pudo dormir en su cama. De hecho, cuando llegó no le dije nada. Y tampoco llamé al inspector, o lo que fuera el policía que me había dado su tarjeta. Y al día siguiente, mientras desayunábamos, le dije a Eduardo anoche vino la policía, y le di la tarjeta, y me dijo por qué no me lo dijiste ayer por la noche, y le dije no parecía ser nada urgente, como que me olvidé de decírtelo, y me dijo está bien, los llamaré desde mi despacho, ¿sabes qué querían?, y parecía molesto, como diciendo no tuvieron suficiente con encerrarme en el maldito calabozo hace dos años, y me disculpé por no habérselo comentado la noche anterior, no pasa nada, me dijo Eduardo, y terminamos de desayunar, y nos fuimos cada uno a nuestro trabajo.

Dice una canción de Sabina: “Y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”. Así sigue siempre la vida, ¿no están de acuerdo? Nada tiene demasiado sentido. Las hipotecas son reales. Las elecciones generales son reales. Las piedras en el riñón son reales. Pero la cualidad real de los hechos no dota a éstos de sentido alguno.

Eduardo y yo seguimos juntos por un tiempo. Y tuvimos nuestros buenos ratos. Viajamos a París; participamos en un concurso de disfraces; nos apuntamos a clases de baile de salón; visitamos juntos a nuestras respectivas familias en múltiples ocasiones; incluso viajamos juntos a Nueva York, y montamos en helicóptero, sobrevolando el cielo de Manhattan. Nunca tuvimos hijos, no los teníamos entonces y no los tuvimos más tarde. No sé si me arrepiento de esto, o si me es indiferente. A veces me pregunto: ¿qué habría pasado si los hubiésemos tenido? Y por otro lado, ¿qué habría sucedido si en lugar de pasar algunos de los mejores años de mi vida con Eduardo los hubiese pasado con Javier, con o sin hijos?

Tengo dudas. No puedo dejar de tenerlas. Eduardo y yo nos separamos en dos mil uno. No sé —ni me importa, a estas alturas— si Eduardo llegó a llamar al comisario —o lo que fuera— en aquella segunda ocasión. Y sin embargo, aún no puedo sacarme de la cabeza la idea de mi ex-marido violando a esa chica, María Gómez, en un portal en los aledaños del Bernabéu. ¿Y si realmente sucedió?

Espero que comprendan mi escepticismo. Después de todo, más aún habría de inquietarles que ni tan siquiera me lo planteara, o que simplemente me olvidara del percance, o peor aún, ignorara la posibilidad de que realmente algo sucediera, como si pudiera pensar que un hombre es falsamente acusado de violación por capricho, como si una denuncia por agresión sexual fuera aceptada como un percance ligero cuyas consecuencias incomodan pero no duran demasiado, como quien pisa un chicle en la acera, como quien en la mañana decide, desconfiando del parte meteorológico que claramente indica chubascos moderados, vestir pantalones claros, y termina el día con los bajos embarrados.

No sé. Es difícil explicarlo. Es difícil desconfiar de una persona en la que una confía, sólo porque un juez emita una orden de arresto. No tengo fe ciega en la justicia, ¿quién la tiene? Quizás es por eso que dudo al mismo tiempo del testimonio de María Gómez, dudo del relato de mi ex-marido, y dudo de la investigación policial y de la resolución —o como se llame— del juez que autorizó la libertad sin cargos de Eduardo. Una imputación o una exoneración no hacen más o menos reales los hechos que realmente acontecieron.

Dejando a Eduardo de lado, sucede que volví a pasar un fin de semana con Javier. Las cosas son ahora muy diferentes, pues llevo ya al menos siete años divorciada. Javier, por su parte, se casó. Hace al menos ocho años que se marchó del Ministerio, y si bien ya poco lo vi en sus últimos meses en Madrid, nunca más —hasta hace un par de semanas— lo había vuelto a ver tras su traslado. Y esta vez fue todo muy diferente. Javier sigue casado, y vive en ahora en Barcelona. Estaba en Madrid por trabajo. Y era esta vez su trapecio izquierdo el que estaba tenso cuando yo lo desnudaba en mi apartamento en Infanta María Teresa.

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