Vine a la ciudad para trabajar, ahorrar y formar una familia, esa era mi única intención. ‘Dios te bendiga, hijo mío, mucha suerte’, me había dicho mi vecino el párroco, don Julián, antes de marchar. ‘Suerte’, me deseó también mi hermana Sofía. ‘Escríbenos de vez en cuando’. Y así me encontré esperando al autobús, con una pequeña maleta de cuero, y una sensación de melancolía por la marcha, y otra simultánea y estimulante de incertidumbre ante el futuro.
La capital olía a basura y a aguas residuales. Había pordioseros pidiendo limosnas en prácticamente todas las esquinas, y la gente pasaba a su lado sin apenas mirarlos a los ojos. Tenía un papelito arrugado en el bolsillo con la dirección de una pensión en el centro y el teléfono de un tal Javier, un cuñado de una amiga de mi hermana, o algo similar. La pensión estaba en una calle peatonal adoquinada, en un tercer piso al que conducían unas escaleras estrechas, oscuras y carcomidas. Hasta allí me llegué, y me recibió la señora María, una mujer gorda y malhablada, que fumaba tabaco negro ininterrumpidamente desde primera hora de la mañana. Tenía un marido extremadamente delgado y débil, al que dirigía constantemente con instrucciones de sargento.
La pensión de la señora María y su esposo disponía de cuatro estancias destinadas a los huéspedes y de una quinta donde dormía el matrimonio. En uno de los cuartos de alquiler vivía Gerardo, un obrero de la construcción que pasaba en el bar todo tiempo en que no estaba trabajando. Llevaba cinco años viviendo en la pensión y poco o nada había cambiado para él en todo este tiempo. Gerardo no tenía otra aspiración en la vida más allá de tomarse unos whiskys cada noche e irse de putas algún sábado.
En otra de las habitaciones vivía David, que trabajaba como técnico de alcantarillado. Había salido de la cárcel dos años atrás; parece ser que había tenido que cumplir condena en la Modelo, en Barcelona, por una agresión de sangre a un agente de tráfico, no sé muy bien con qué resultado. Era un tipo alto y delgado, con el pelo rizado y muy negro, y una cadenita de oro en el cuello. Apenas hablaba. Al parecer tenía una orden de alejamiento sobre su ex-mujer, tampoco sé muy bien por qué motivo. En una ocasión llegó a la pensión completamente bebido a eso de las dos de la mañana dando gritos como un poseso, cagándose en Dios, en la virgen y en toda la chusma que hay en esta puta ciudad, golpeando las paredes. La señora María salió de su cuarto en camisón preguntando qué coño era aquella escandalera. David se sintió avergonzado, y calmó rápidamente su ánimo. La señora María lo largó esa misma noche.
Por los otros cuartos pasaron una importante cantidad de personajes singulares. Estaba Moncho, que compraba, reparaba y vendía relojes usados, verdaderos y falsos; también vivió un tiempo en la pensión un estudiante de medicina gallego y muy estirado, que prácticamente no salía de su cuarto si no era para ir a la universidad. Y luego estaba Juan Vázquez, un tipo alto, fuerte y moreno que también se hospedaba en la pensión; con frecuencia me lo encontraba fumando en la escalera, y recuerdo que siempre me decía, con un acento del sur: ‘qué pasa, niño’.
Conseguí un empleo como camarero en un bar en la calle Calvario, sirviendo cafés, cervezas y copas. No estaba mal, me permitía pagar a la señora María cada semana, e incluso podía darme una vuelta por el centro alguna noche después del trabajo, y aún me seguían sobrando unas pocas monedas cada domingo, que depositaba en mi tarro de cristal que hacía las veces de hucha. A menudo fumaba hachís en la escalera con Vázquez, quien me propuso un día comprar a medias con él una tableta de cien gramos. Así lo hicimos, nos quedamos con una parte y vendimos sin mucha dificultad el resto (un cuarenta por ciento, más o menos) a amigos, conocidos y vecinos, con lo que recuperamos nuestra pequeña inversión.
Sorprendido por la facilidad, la rapidez y la sencillez con la que había conseguido vender alrededor de veinte gramos de hachís, ahorré dinero durante un par de semanas para comprar una nueva partida por mi cuenta. Me había quedado con el número de teléfono del tipo que nos había vendido la primera tableta a Vázquez y a mí; lo llamé y lo cité en un parque cercano. El hombre se llamaba Mohamed, era de Marruecos, pero llevaba ya sus buenos diez años en España. Le expliqué en persona lo que necesitaba: cien gramos de polen. Me dio la dirección de su casa, y allí estuve al día siguiente, a las cinco de la tarde, como me había dicho, con mis cinco mil pesetas arrugadas en mi mano izquierda. De vuelta en la pensión, y con un cuchillo de la señora María que previamente calenté con un mechero, dividí la tableta en dieciséis piezas de un talego (mil pesetas). Comenté a todas las personas que conocía, incluyendo a Vázquez, que, si querían, yo tenía hachís para vender. En ocho días me lo quité de encima. De las cinco mil pesetas invertidas en la tableta obtuve dieciséis mil. No estuvo nada mal.
Mohamed vivía en un bajo oscuro y sin ventanas, pero lo tenía más o menos bien decorado. Durante los meses siguientes lo visité cada dos semanas, más o menos. Empecé a pasar todo el tiempo que no estaba trabajando en la plaza de Tirso de Molina. Vendía solamente a amigos, o a conocidos, o a conocidos de amigos o a amigos de conocidos. Me planteé dejar mi trabajo, y finalmente así lo hice.
No es que no me gustara trabajar en el bar, simplemente me ocupaba demasiado tiempo, y mi nueva empresa se revelaba mucho más lucrativa. En el bar estaba seis días a la semana, de una de la tarde a once de la noche. Sobre las dos servíamos el menú del día. Después hacíamos cafés toda la tarde, y por la noche poníamos cañas, tapas y gin tonics. No era un trabajo especialmente exigente o difícil, sólo requería ser rápido y habilidoso en las horas puntas. Le dije a Antonio, el dueño del bar, que pensaba irme en una semana. Antonio me agradeció mis servicios, y en dos días ya tenía un sustituto para mi puesto y me comunicó que ya podía marcharme. Eso hice.
Pasé los siguientes días en la plaza de Tirso a tiempo completo. Empecé a vender a desconocidos, siempre que no tuvieran pinta de secretas —no era muy difícil reconocerlos—. Llegó un momento en el que me encontré facturando alrededor de veinte mil pesetas en un solo día.
Una noche se me acercaron dos gitanos:
—Oye primo, dame pa’ un porro.
—¿Cuánto quieres?
—Quiero que me des pa’ un porro pa’ mi amigo, primo.
—No tengo pa’ un porro, primo, si quieres un talego yo te doy un talego.
—El payo no se entera —le dijo al otro, que sacó del bolsillo una navaja de mariposa y me dijo:
—Primo, dame to’ lo que tengas en los bolsillos .
—Hey, tranquilo, tronco —le dije. Y le di todo lo que tenía en los bolsillos. Doce mil pesetas y otras quince mil en mercancía. Hijos de la grandísima puta.
Convencí a Vázquez de que se pusiera a pasar conmigo en la plaza, y empezó a venir cada día. Le conté la historia de los gitanos, y me convenció para que compráramos una pipa a medias. A través de Mohamed conocimos a un tal Luis, que nos consiguió una 9mm Parabellum por la que le pagamos cincuenta mil pesetas. No me hacía sentirme más seguro tenerla, más bien era al contrario; con Vázquez a mi lado con una pipa en el bolsillo, si alguien venía buscando problemas, los tendría, y probablemente las cosas no acabarían bien. De hecho una noche vinieron dos tipos a pillar hachís. Por alguna razón les pareció muy corto (no eran de Madrid, creo); uno de ellos iba bebido, y se nos puso chulo: ‘este talego es una mierda, tú crees que yo soy gilipollas o qué, devuélveme la pasta’, y así lo hice, pidiéndole que se tranquilizara. ‘Se va a tranquilizar tu puta madre’, me dijo, y me empujó. Vázquez sacó la 9mm de su chaqueta discretamente (no había casi nadie en la plaza, era ya de noche). ‘Hey, hey, hey, tranqui, tranqui, ya nos vamos, cada uno a su rollo, guarda eso, tío’.
Era como tener un empleo a tiempo completo. Vázquez y yo pasábamos los días en la plaza, o yendo a casa de Mohamed, o troceando y envolviendo hachís en la pensión. Y nos iba bastante bien: no teníamos demasiados altercados, no había tanta competencia en el barrio, conocíamos a mucha gente, éramos afables con los clientes, podíamos quedarnos a fumar un porro o a tomar unas cañas con muchos de nuestros compradores habituales. Todo cambió de rumbo el día que detuvieron a Mohamed. Nos enteramos por un amigo común de que había habido una redada en el barrio, y habían encontrado un montón de costo en su casa.
La ciudad estaba cambiando mucho últimamente. Aparte de las constantes y rutinarias misiones de calle de la secreta, había aumentado considerablemente el número de registros y detenciones. Y también aumentaba la demanda de heroína en un Madrid post-franquista que intentaba abrirse a Europa, a la izquierda, al progreso y a la innovación, un Madrid que sepultaba y sustituía al viejo Madrid conservador para dar lugar a una nueva ciudad moderna, con sus galerías de arte, sus espectáculos de drag queens y su alcalde filósofo alentando a los madrileños a colocarse.
Necesitábamos un nuevo proveedor, y lo encontramos rápidamente. Luis, el tipo que nos había vendido la Parabellum, importaba de Marruecos medianas cantidades de hachís. Pero su negocio principal era precisamente el caballo, y Vázquez y yo lo abrazamos como parte del nuestro. La nueva clientela era muy diferente a la antigua, más complicada, sin lugar a dudas; pero el margen de beneficios era mayor, también. La primera semana trabajando con heroína compramos sólo un par de gramos directamente a Luis por treinta mil pesetas, y los vendimos, en micras a dos mil pesetas, en menos de una semana, facturando un total de cuarenta mil. No estaba mal. La segunda semana le echamos valor e invertimos doscientas mil pesetas en veinte gramos. En tan solo unos meses había conseguido acumular ochocientas mil pesetas en metálico, y a pesar de todo seguíamos viviendo en la pensión de María, no sé los motivos de Vázquez, pero yo simplemente no quería gastar más dinero del que normalmente gastaba, y me encontraba a gusto en ese lugar. Instalé una pequeña caja fuerte en el armario de mi cuarto en la pensión, que usaba para guardar el dinero.
En los meses siguientes seguimos trabajando en la plaza de Tirso de Molina, y, además de caballo, seguimos vendiendo hachís por un tiempo, aunque cada vez en menor medida. Muchos de nuestros nuevos clientes eran yonquis, y venían a nosotros notablemente alterados, sudando, su biología destruída y consumida por años de uso, o por el SIDA, o por la hepatitis, o por una combinación de los tres. Traían siempre en la mano un billete arrugado de dos mil pesetas que sabe Dios de dónde habrían sacado, desde luego no de trabajar en la construcción o en la prensa hidráulica. No eran tan mala clientela al fin y al cabo; si bien prácticamente todos tenían una apariencia de despojo humano maltratado, y a ninguno de ellos les quedaba moral o ética alguna, si bien cualquiera de ellos habría prostituido a su madre en las Barranquillas a cambio de dos o tres micras de heroína, siempre se comportaban dócilmente con los camellos, pues teníamos lo que tan ansiadamente buscaban.
Nunca me casé, nunca formé una familia. Tras un par de años traficando en la calle con heroína decidí largarme de la pensión. Encontré un apartamento pequeño en la Travesía de la Comadre, un callejón estrecho que siempre olía a orina, y cuyo suelo solía estar plagado de jeringuillas usadas. Pagaba cada mes al dueño, que vivía en el piso superior, en metálico, le entregaba en mano un fajo de billetes sudados, ni siquiera hacía el esfuerzo de meterlos en un sobre; el hombre, de unos cincuenta años, casi calvo —mantenía sobre la frente, cruzándola, cuatro pelos grasientos—, gordo y sudoroso, los contaba en mi presencia farfullando números con su voz de bebedor de anís de Cazalla y aguardiente y fumador de Ducados, los doblaba, se los metía en el bolsillo frontal de la camisa, me decía ‘todo correcto’, y cerraba la puerta en mis narices.
Estaba yo en ese apartamento leyendo el Marca un lunes cuando allí se presentaron varios agentes del grupo cuarto del Servicio Central de Estupefacientes, acompañados por un juez de instrucción. Poco pude hacer. Al día siguiente, una crónica en el diario El País relataba, bajo el título Detenciones por tráfico de drogas, como «Francisco C. J. y Juan V. P. fueron detenidos la pasada noche por su presunta implicación en el tráfico de drogas. La policía se ha incautado de doscientos gramos de heroína turca de la variedad brown sugar, un millón doscientas mil pesetas en billetes pequeños, una pistola Star de 9 milímetros y un revólver de la marca Llama». Una semana más tarde prestaba declaración en el juzgado de instrucción número 14 de Madrid. Un juez de la Audiencia Provincial decretó mi ingreso en prisión, imputándome un delito contra la salud pública. Hay que joderse.
Madrid, 1990
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Madrid, décadas de los ochenta y noventa, puro y real, si señor.
Gracias, Ramrock, intenté ser lo más crudo y real posible!
Un buen relato de aquellos años. Qué bien tratada la atmósfera de decadencia y la falta de expectativas, que fueron arrolladas después por la excesiva permisividad posterior.
Enhorabuena.
Muchas gracias por el comentario, los 80 fueron duros! Un abrazo fuerte,
Daniel